Ha habido nuevos conatos de ruptura de la bancada oficialista por parte de congresistas que sienten que el Gobierno debería aplicar un programa más afín al de la Gran Transformación. Como ya es costumbre, hoy intentan presionar en este sentido con uno más de estos continuos -aunque siempre luego retractados- amagosde separación. A estos congresistas no se les puede dejar de reconocer algo: programáticamente, el que cambió ha sido su partido y no ellos. Aunque, desafortunadamente, esto es todo lo que se les puede reconocer. De coherencia en su conducta no podemos hablar, porque todos permanecieron en un sonoro y aquiescente silencio cuando el candidato Humala realizó un giro de 180 grados en la campaña electoral y empezó a ofrecer, en numerosos actos públicos, continuar con el sistema de impulso a la inversión privada y respeto por la propiedad y los contratos que ha presidido el impactante y casi ininterrumpido crecimiento de los últimos 20 años. Incluso cuando los garantes oficiales del entonces candidato Humala aseguraron que el rumbo original había cambiado, nadie oyó jamás a ninguno de estos congresistas desmentirlos. En esos días de mudez, ¿qué era lo que esperaban estos señores? ¿Acaso pretendían que Ollanta Humala y la gran parte de su electorado inicial, que aceptó la hoja de ruta al votar por él también en la segunda vuelta, estuviesen simplemente engañando a todos los peruanos que jamás hubiesen votado por él si hubiese mantenido sus propuestas originales? ¿Contaban quizás con que una vez en el poder el presidente lanzase una carcajada burlona y volviese a sus otros planes? ¿Es que se tomaban la hoja de ruta como nada más que un caballo de Troya para llegar a Palacio? Viendo la línea temporal de sus afonías de segunda vuelta y sus estridencias poselectorales, las respuestas fluyen solas. Pese a todo, la intención de ruptura de estos congresistas sirve para ilustrar por qué los repetidos proyectos de ley que piden sanciones al transfuguismo (y que sumando 25 en los últimos 11 años son ya una tradición nacional) constituyen una manera torpe de acabar con el problema de la corrupción en los representantes elegidos. Hay casos, como este, en que un cambio de partido no supone traicionar, sino más bien ser fiel (aunque algo tarde) a los propios electores. No hay que olvidar que los congresistas que hoy quieren separarse de la bancada oficialista fueron elegidos, en la primera vuelta, por un voto que, particularmente en el caso de ellos, sí era de izquierda radical. Hay también casos en que un cambio así puede ser, además de lo ético desde el punto de vista de quienes lo llevan a cabo, lo conveniente para el partido que es abandonado. Hoy el oficialismo, de hecho, debería ser consciente de que, con amigos como los que tiene, ya no necesita enemigos y que bastante bien le haría cortar por lo sano y buscarse nuevos socios. Es de parte de su misma bancada que han surgido varias de las principales críticas contra decisiones claves de su gobierno, como, solo por nombrar algunas, la ratificación del presidente del Banco Central de Reserva, el nombramiento del ministro de Economía o la declaración del estado de emergencia en Cajamarca para detener la toma de carreteras y el "secuestro" de la ciudad por parte de quienes se oponían al proyecto Conga. Por eso, el primer interesado en lograr que esta situación se sincere debería ser el propio partido del presidente. Daría, así, el primer paso para lograr alianzas coherentes -y por lo tanto menos resbaladizas- con agrupaciones políticas que persigan los mismos objetivos que el gobierno intenta alcanzar. Entonces, tanto los congresistas melancólicos por los (fugaces) meses en los que la Gran Transformación fue el plan oficial, como también el gobierno, tienen razones para tomar caminos separados. Los primeros, porque para respetar la voluntad de sus electores deben reconocer que es mejor detenerse en el siguiente paradero, subirse a otro vehículo y tomar la ruta contraria. El segundo, porque la prudencia manda hacer lo mismo que haría un chofer con un pasajero que le grita al oído, le pisa el freno y le jala el timón: bajarlo en la esquina.