Se ha puesto de moda repetir que el primer ministro no sabe dialogar. No se trata de una moda casual. Al menos en lo que toca a sus propulsores, ha sido lanzada de mala fe y con intenciones subterráneas. Se quiere condenar a Valdés como no dialogante para legitimar el tipo de "diálogo" en el que él se negó a participar: aquel que se realiza con el pie de uno de los interlocutores colocado sobre el cuello del otro. Recordemos. A Valdés se lo acusa de no dialogar básicamente por dos cosas: la declaración del estado de emergencia en Cajamarca y la ruptura del diálogo del 19 de diciembre con Gregorio Santos.Cuando se declaró el estado de excepción en Cajamarca, la capital regional estaba tomada por los promotores del paro. "Tomada", esto es, en un sentido literal, como el que se aplica a las fortalezas medievales. Los militantes de la protesta se habían apoderado por la fuerza de los caminos que conducen a la ciudad y habían establecido su propio régimen, con días específicos, por ejemplo, para el ingreso del pollo y la leche y aún del combustible (los sábados). Existían incluso sectores semiindependientes del "Comité Unitario" que imponían sus propios horarios en las zonas que controlaban, como los puntos de conexión con la costa. Los mercados de la ciudad fueron prohibidos de abrir más allá del mediodía y hubo carreteras que fueron cerradas del todo. En otras palabras, cuando se declaró el estado de emergencia en Cajamarca, ya hace tiempo que estaban suspendidas en ella las garantías individuales que consagra la Constitución (y, en realidad, toda la Constitución) por acción, no del Estado sino de la violencia de los protestantes. Imponer el estado de emergencia en una situación así no implica ausencia de capacidad de diálogo; implica ausencia de capacidad de ser chantajeado.En lo que toca a la reunión del 19, la situación es muy parecida. Tanto Gregorio Santos como el primer ministro llegaron a esa reunión con los dos únicos y muy escuetos puntos del acta que se tenían que firmar ya acordados. Estos dos puntos, por lo demás, eran de puro procedimiento: no establecían ninguna decisión de fondo para el conflicto. Se trataba solo de asegurar que se seguiría, justamente, dialogando en dos reuniones próximas: el 27 de diciembre en Lima para "tratar los temas técnicos y jurídicos del peritaje internacional", según decía textualmente el acta, y el 13 de enero en Cajamarca, para discutir los apoyos que la región requería del Gobierno Central a fin de acelerar su desarrollo. Que Santos no quisiese firmar estos dos acuerdos, indiscutibles en su generalidad y ya previamente consensuados con él, revela una vez más su mala fe en todo este asunto, como la demuestran también las explicaciones contradictorias que dio sobre su repentina negativa. Firmar el acta acordada y levantar la reunión en estas circunstancias, como hizo el señor Valdés, no es no tener disposición al diálogo; es no tener disposición a ser tonteado.El primer ministro, es cierto, ha tenido declaraciones desafortunadas sobre lo que fue el régimen de Fujimori y sobre la CVR, y ha permitido después, en Chumbivilcas, una vergonzosa claudicación frente a un chantaje fundado en mentiras. Pero en Cajamarca tuvo el invaluable mérito de ser la primera autoridad nacional que decidió pararse frente a la farsa por la que, desde hace ya una década, se pretende llamar "diálogo democrático" al que se realiza bajo las piedras de sus promotores y a espaldas de todos los canales que nuestra democracia tiene establecidos para el fin. Canales que, siendo ya débiles, se ven así simplemente más debilitados. Al haberse negado a la violencia como método de protesta política y a ser manipulado, el señor Valdés nos ha recordado que el primer ministro no va a esas negociaciones como un alegre caudillo más, viendo en qué términos refundar la República con cada grupo. Valdés actuó como el representante de un Estado democrático que tiene una Constitución y unas leyes fuera de las cuales no se puede dialogar sin traicionarlas y, en el caso de un ministro, sin socavar los fundamentos de su propia autoridad. Y eso es algo que quienes creemos en la democracia y el Estado de Derecho no podemos dejar de reconocer.