El paro violentista de 48 horas de los productores agrarios de varias regiones no es, de ninguna manera, un triunfo de la democracia ni de la razón. Por el contrario, insistir en este tipo de conductas, bloqueando carreteras, impidiendo el derecho constitucional al libre tránsito y perjudicando las economías locales, es sumamente peligroso para la convivencia social y política, e incluso para la viabilidad democrática y económica del país. Y si las formas son criticables, el fondo de los reclamos deja igualmente mucho que desear. No solo porque se pretende el retorno a obsoletas prácticas estatistas en la economía, sino también por la oposición cerrada y sospechosa a instrumentos que impulsarían nuestro desarrollo como el tratado de libre comercio con Estados Unidos. Cuidado. ¿No vemos acaso lo que sucede en una nación tan cercana geográfica e históricamente como Bolivia? Allí la intolerancia y la irresponsabilidad de ciertas dirigencias políticas, sindicales y comunales respecto de la explotación petrolera siguen poniendo en jaque al sistema democrático con sus permanentes marchas violentas y bloqueos. Todo ello sin entender que, de no llegarse a un acuerdo civilizado que devuelva la calma al país, perderán todos. Es muy difícil que los inversionistas pongan su dinero en un país inestable y prácticamente ingobernable, donde no se respetan las reglas de juego y la seguridad jurídica es un albur. Tal admonición es absolutamente aplicable a nuestro país, por lo que es oportuno reiterar el llamado a la cordura tanto al Gobierno como a los dirigentes. El primero tiene que dosificar responsablemente sus promesas para evitar un desborde de expectativas, así como tomar medidas prácticas y preventivas para evitar que se llegue a coyunturas como la actual. Por ejemplo, el Ministerio de Agricultura debe planificar y zonificar los cultivos para evitar la sobreproducción, así como, entre otras cosas, promover el debate responsable del reglamento de la ley de aguas. Las dirigencias gremiales, por su parte, están obligadas a actuar con coherencia y realismo, dar primacía al diálogo y no dejarse arrastrar por agendas ideologizadas o politizadas, que solo buscan lanzar políticamente a algunos y desacreditar a los adversarios sin importar nada más. En tal sentido, su propuesta de obligar al Estado a comprar la sobreproducción y de fijar los precios solo puede calificarse de retrógrada e inviable, pues satisfacerla significaría quebrantar el sistema de mercado, desinflar la competencia y cargar injustamente sobre los hombros de todos los contribuyentes el costo de la ineficiencia de ciertos agricultores. Estamos advertidos. El Gobierno tiene que negociar, claro está, pero dentro de los parámetros del diálogo y la razonabilidad, sin ceder a pretensiones extremistas. Y si los dirigentes no quieren aprender la lección de nuestros países vecinos e insisten en más bloqueos y en posiciones radicales y politizadas, contrarias al interés nacional, pues tienen que ser denunciados y responsabilizados por los desmanes y por el grave delito de obstaculizar el tránsito y el desarrollo del país. Es ahora cuando se deben tomar acciones de ambos lados. No hay que esperar que la situación se vaya de las manos y lleguen a un nivel de desgobierno, desestabilización y caos que haga imposible retomar el cauce de la estabilidad, plena gobernabilidad y de un futuro mejor a que todos tenemos derecho.