El poder, además del placer y el saber, es una de las motivaciones más importantes para los seres humanos. Ser capaces de tener un impacto sobre el mundo que nos rodea, incluyendo a las personas que se mueven en él, es algo crucial. Cuando se acumulan evidencias a lo largo del tiempo de que ese impacto no existe, se desarrolla un sentimiento de impotencia muy dañino para la imagen que tenemos de nosotros mismos.Aunque todos necesitamos sentirnos poderosos en algún ámbito, no todos estamos igualmente motivados por el poder. La ambición es buena, dentro de ciertos límites, y lo mismo rige para la que tiene por objetivo mandar, conducir, decidir en nombre de y por otros.Ejercer el poder, todos los poderes - el del médico sobre el paciente, el del maestro sobre el alumno, el del adulto sobre el niño- es un asunto delicado. Supone autocontrol y, también, ceñirse a los límites que la civilización ha ido poniendo formal e informalmente. Quienes se encuentran en la parte más débil de una relación, hoy en día están más protegidos que nunca. Hasta podría decirse que el péndulo se ha pasado al otro extremo. Pero ese es otro asunto.En el caso del poder político, la civilización también ha avanzado notablemente. Tanto en la manera de llegar al poder - mediante voto universal por el que todos valemos igual- como en la manera de ejercerlo: con contrapesos de otras instituciones independientes y de la libertad de expresión.Pero el poder tiende, es su naturaleza, a ejercerse libremente, vale decir, sin cortapisas. Cuando se lo deja, claro. Eso es cierto independientemente de la buena voluntad de las personas. Por eso es que la delegación para ejercerlo, además de lo mencionado en el párrafo anterior, viene limitada en el tiempo, por periodos precisos y, con variaciones según los sistemas políticos democráticos - en los que no lo son, la muerte natural o violenta es el límite-, sin posibilidad de repetición indefinida.En nuestro país, aunque en líneas generales se respeten las formas democráticas, hay un aspecto del ejercicio del poder que no cambia, desgraciadamente: quien lo ejerce muestra muy poco respeto por quienes en un momento determinado lo han apoyado. Ese apoyo es casi siempre circunstancial y condicional – sobre todo por la ausencia de partidos duraderos-, pero los poderosos consideran que han sido ungidos y se comportan como si alguien les hubiera dado un cheque en blanco, o tuvieran patente de corso.Si una protesta se diluye, si una elección se gana, pues, eso me da la razón en todo lo que yo haga, y quienes convergieron conmigo dejan de ser importantes al día siguiente. Dejo de tomarlos en cuenta. Si la protesta tiene éxito, pues, de la misma manera, sin importar las razones, la hago mía y asumo que quienes la hicieron triunfar están de acuerdo con mi agenda.No es algo que caracterice al gobernante solamente. La oposición también actúa de esa manera, sobre todo quienes están alejados de los espacios institucionales regionales, municipales y nacionales. Si una protesta como la de Bagua cala, asumen que es una señal de que ha llegado su hora y se lanzan a paros nacionales que terminan en un fracaso justamente porque la gente percibe que no se la está tomando en cuenta. Una derrota del Gobierno es tomada como un endose de las agendas que incluyen elecciones constituyentes y la opinión pública recibe el mensaje: "Quiero volver a tener trabajo y poder".Tomar en cuenta lo que las personas comunes, no militantes digamos, quieren es esencial. No tratarlos como si fuesen estúpidos que no saben lo que es bueno para ellos es una señal de respeto que produce fidelidad real. Demasiados líderes inteligentes en nuestro país no parecen entenderlo, señala el sicólogo Roberto Lerner.