El Perú está dando una sólida señal de madurez democrática al mundo, al estar juzgando, de modo ejemplar y bajo las reglas del debido proceso a un ex presidente, Alberto Fujimori Fujimori, por graves delitos contra derechos humanos, en los casos La Cantuta y Barrios Altos. El proceso, en vísperas de sentencia, ha tomado dieciséis meses, en los que la fiscalía, la parte civil y la defensa han explicado sus argumentos ante un tribunal, presidido por el doctor César San Martín, calificado de impecable por todos ellos. Por lo mismo, se espera una reacción coherente y alturada de los protagonistas luego de que se dicte sentencia el próximo martes. Por contraste, es criticable el llamado de algunos fujimoristas a sus seguidores para salir a las calles a esperar la sentencia, lo que solo empañaría y desvirtuaría políticamente un proceso que debe mantenerse sustancialmente en la esfera del derecho. El juicio, ya lo hemos dicho, debe circunscribirse a los hechos materia del juzgamiento, pues no se trata de enjuiciar un modelo político, económico ni cualquier ideología, sino evaluar imparcialmente los argumentos que presentan las partes. Al respecto, es oportuna la admonición del doctor San Martín, en el sentido de que se va a dictar una "sentencia que creemos que es justa, guste a quien le guste, pese a quien le pese". De cumplirse esta afirmación revelaría la impermeabilidad del tribunal ante cualquier intento de presión o amenaza velada. Hay que recordar que Fujimori fue obligado a enfrentar este proceso luego de haber fugado del país. Recaló en Japón, donde postuló a una senaduría y fue detenido en Chile, de donde debió ser extraditado por la justicia peruana. Su alegato final, en tanto, ha tenido un acento más político que argumentos jurídicos, salpicado de insultos a los fiscales y hasta de desprecio a la democracia. Lo que sí ha debido reconocer es que estuvo al frente de un régimen de pragmatismo que libró una "lucha sin cuartel" para eliminar el terrorismo, lo que deja dudas sobre la corrección de su estrategia de pacificación. Su defensa afirma que no hubo una política de guerra sucia y que los excesos criminales de Colina fueron la excepción a la regla. Pero la verdad es que, como lo demuestran los hechos conocidos por la opinión pública, el llamado grupo Colina no pudo existir en el limbo, sino que debía estar insertado en el aparato del Estado, cuya bisagra principal era el ex asesor Vladimiro Montesinos, a quien Fujimori dejó hacer y deshacer. No podía, por tanto, desconocer lo que hacían Montesinos y sus esbirros, más aun cuando llegó a extenderles una felicitación presidencial en 1991. Tal es el fundamento de la autoría mediata por dominio de un aparato de poder, que ha sustentado el Ministerio Público. A la espera de la sentencia, advirtamos que el Caso Fujimori no debe politizarse ni la agenda nacional puede fujimorizarse, y menos con circos mediáticos. Lo que el país espera es la aplicación firme e imparcial de la ley, para deslindar responsabilidades sobre hechos espantosos en los que se pervirtió el aparato del Estado para ponerlo al nivel de los desquiciados métodos terroristas. Solo con justicia imparcial y desterrando la impunidad podremos consolidarnos como una nación moral y democráticamente sólida, más allá de cualquier imponderable. (Edición domingo) (