Más allá de la perspectiva economicista que impone la globalización, revivida en la reciente cita del APEC, es indispensable incidir en la otra cara de ese fenómeno, es decir, en el drama social que impide que países como el nuestro, con tantos y tan graves déficits, no perciban aún los beneficios del desarrollo sostenible.Reflexionar sobre el lado social de la globalización forma parte de ese debate inacabado en torno al modelo de desarrollo que el Perú deberá asumir en adelante para crecer económicamente y, sobre todo, atender los más críticos problemas sociales.Desde hace ya varias décadas, el mundo entendió que la globalización, así como provocaría importantes transformaciones de orden económico, tecnológico y cultural, también ampliaría la brecha de la pobreza, las desigualdades sociales y la exclusión, que dificultan el acceso de sectores mayoritarios de la población a la educación y a la salud. Nuestro país puede acreditar la validez de esa aseveración porque si bien el ritmo de crecimiento de los últimos diez años ha sido positivo (entre 6% y 7% en promedio), con más empleo y mejora en la calidad de vida de la población, todavía más de la mitad vive en la pobreza y otro 25% se halla incluso en extrema pobreza. Lo peor, como señalamos oportunamente en nuestras Propuestas para una Agenda de Gobierno 2006, es que la exclusión se da, además, por diferencias culturales producto de una educación de baja calidad. Así, en una doble exclusión, se frena el desarrollo de las nuevas generaciones.En cuanto a la seguridad alimentaria, como reconoció la Declaración de Lima, suscrita el domingo por los países del APEC, el impacto de los precios de alimentos, combinado con la escasez, afecta a los sectores más vulnerables. De allí la importancia de que las economías del Asia-Pacífico, cuyo auge es producto de la globalización, hayan alentado a las empresas a incorporar la responsabilidad social corporativa a sus estrategias de negocio para atender a las preocupaciones sociales, laborales y ambientales, de manera sostenida y sujeta a una exigente evaluación. Qué decir de la circulación y la seguridad de las personas, de los problemas de migración que, prácticamente, han restituido las fronteras que la globalización anuló cuando el mundo comenzó a funcionar como un sistema interconectado.Por eso, es tarea de los gobiernos reconocer que los procesos globalizadores han puesto en cuestión los Estados-nación, han relativizado las soberanías nacionales y han generado la proliferación de acuerdos comerciales que deben atender igualmente a las agendas internas. También han redefinido el papel del Estado, que no puede mantenerse ausente en las necesidades de sus poblaciones. Para eso deben fomentar la descentralización, apoyar el desarrollo de los gobiernos locales y regionales, y revalorar el papel de la sociedad civil. En otras palabras, conciliar lo universal y lo local, en lo que se llama "glocalización". Debe recordarse que esta ruptura del centralismo es positiva para la democratización de los países, pero puede acentuar las crisis de identidad y más aun ocasionar la consolidación de nuevas identidades --regionales y locales-- que reclamen espacios autonómicos. Después de todo, la globalización también es transculturalidad, es decir, no existen culturas puras.Si la gobernabilidad, entendida como el respeto a la institucionalidad y al Estado de derecho, es inherente a la democracia, falta definir una gobernabilidad para la globalización que, además del desarrollo de los mercados y de la economía, trabaje a favor del bienestar de las mayorías y contribuya a una mayor democratización, vía la distribución del poder político en la sociedad civil.