A igual falta, igual sanción: Si aún hay un poco de coherencia y dignidad en este Congreso, la congresista Margarita Sucari, que ha incurrido en tan graves como similares delitos que sus ex colegas Elsa Canchaya y Tula Benites, no puede seguir ocupando su curul.Tal como se ha prometido, el proceso de desafuero debe ser sumario, fuera de cualquier componenda o negociación bajo la mesa. El hecho de que Sucari integre una facción de UPP que necesita todos los votos posibles para asentarse como bancada, y a la cual también pertenece la actual presidenta de la Comisión de Ética, Elizabeth León, no pueden ser factores por considerar.Acá lo que está en juego es la supervivencia institucional y moral de un poder del Estado, sumido en una honda y hedionda crisis, en la que todos sus miembros deben asumir responsabilidad.Fuera del caso extremo del congresista violador Leoncio Torres Ccalla, la mayoría de los otros casos son por reincidencia en contratación irregular de asesores, contra la fe pública y falsedad genérica, lo que demuestra cuán seguros se sienten algunos de ser intocables para hacer lo que les da la gana, sin ser sancionados por sus pares. El país no soporta más otoronguismo. Y así como debe actuarse ya para separar a Sucari, hay otros casos que aún esperan castigo ejemplar. Adicionalmente, debe ponerse límites a la inmunidad parlamentaria, hoy sinónimo de vergonzosa impunidad. Los partidos, principalmente los representados en el Congreso, tienen que hacer un severo ejercicio de autocrítica, pues son los grandes culpables de esta crisis por haber aprobado, a sabiendas y pensando en su propia agenda, una ley de partidos sin mayores precisiones ni sanciones. Así fue posible que UPP se convirtiera en un vientre de alquiler para el humalismo y que incluyera en sus listas a cualquier improvisado, con los nefastos resultados de hoy. Urge, ahora más que nunca, una ley de partidos que establezca la obligatoriedad de la democracia interna para elegir a sus candidatos, que obligue a publicar los lineamientos doctrinales y que convoque a los mejores cuadros profesionales y éticos que tengan real vocación de trabajar por el país y que no busquen su beneficio personal.En este contexto, es gravísima la responsabilidad que ha asumido el nuevo presidente del Congreso, Javier Velásquez Quesquén, no solo para disipar las sospechas de oscuras negociaciones para lograr su elección, sino de liderar una renovación ética del primer poder del Estado. Está en juego la institucionalidad democrática y la estabilidad política del país, pues un Congreso tan venido a menos como este ve seriamente afectada su legitimidad para dar leyes y fiscalizar.