La política en el Perú está impregnada de realismo mágico. Hacer lo posible de lo imposible es una tarea que los ciudadanos encargan a sus políticos con desmesurada ilusión, como si sólo de ellos dependiera la bonanza del futuro. Cada cinco años las esperanzas se renuevan para descomponerse a medio camino. Alan García era la reedición de Haya y terminó ahogado en el remolino de una hiperinflación histórica. Alberto Fujimori fue para muchos quien encarnaba la reinserción y la modernidad; hoy es un prófugo de la justicia. Nunca el Perú experimentó como con él una red corrupta en las entrañas mismas del poder. Alejandro Toledo no logró ser finalmente lo que la gente creyó podía llegar a ser: el gobernante de una transición exitosa. Entonces, ¿por qué esperar tanto de los políticos? ¿No se necesita más bien poner atención en los líderes económicos, científicos y culturales? ¿Por qué reincidir en la idea de que el Estado y sus funcionarios lo pueden todo? El problema del exceso de fe en la política es histórico, nace en los orígenes de la República. El catolicismo español, definido por el jerarquismo, la preeminencia de la autoridad y la sanción moral del éxito, incidió en que el eje de la vida republicana fuera el poder. Los individuos debían tomar un papel pasivo en el desarrollo social. Mientras ello ocurría, Estados Unidos, con raíces culturales en el protestantismo anglosajón, forjado por la conquista de territorios inhabitados y en la idea de que el éxito es la mejor prueba de la gracia divina, puso énfasis en la libertad individual. Dos caminos divergentes con resultados distintos desde el punto de vista de la organización social. Usando categorías de Max Weber, la religión, de fundamentos liberales, definió el rudo individualismo norteamericano.En el Perú, las raíces culturales latinas incidieron en la formación de una cultura en la que el Estado era el eje de todo. De esa manera, todo quedaba en manos de los políticos. Incluso las constituciones no fueron pactos sociales sino que se creaban para legitimar a los gobernantes. Se convirtieron en hitos fundacionales y no en lo que debían ser: cartas de derechos. Se constituyó así una cultura en la que el poder era más importante que los individuos. Los gobernantes aprendieron que era más fácil vulnerar las reglas y tomar el poder por la fuerza. Es fácil entender por qué de las doce constituciones de la historia republicana (y de los diversos estatutos provisorios) sólo tuvieron vigencia real, en términos de Loewenstein, la Carta de 1860 y la de 1979.La baja aprobación popular del presidente Toledo y de las demás autoridades públicas (un gran número de alcaldes tienen problemas de cuestionamiento popular en sus distritos y provincias) es el descontento que sigue a las expectativas sobredimensionadas de los ciudadanos en la política. Ante ello, es prudente pensar que la promesa de la vida peruana no está en los discursos y las ofertas de los candidatos y gobernantes, sino fundamentalmente en el empuje y la inventiva de los millones de ciudadanos que bregan silenciosamente para "construirse un futuro mejor", señala Raúl Mendoza Cánepa, en su columna "ojo vizor".