SOBRE EL APORTE DE LA MINERÍA
5 de febrero de 2008

La semana pasada se presentó un informe elaborado por Élmer Cuba y por Gonzalo Tamayo, de Macroconsult, para la Sociedad de Minería, sobre el impacto económico de la actividad minera en el Perú, que ha merecido diversas reacciones, como un comentario de Humberto Campodónico en La República de ayer. Acá propongo otro ángulo de mira. El estudio muestra elocuentemente el doble rostro de la minería en el Perú: de un lado, es una actividad absolutamente fundamental para el país. Sin ella, perdemos más de un 25% del producto per cápita, cae la inversión privada en más del 30%, caen los ingresos tributarios en más del 38%, las exportaciones caen más del 60%, entre otras cosas. Sin embargo, al mismo tiempo, las cifras muestran que, aun cuando la actividad minera cayera en un 30%, la pobreza y la pobreza extrema casi no sufrirían variación, así como el nivel de empleo. Esto desde un punto de vista macroeconómico. Desde una entrada microeconómica, el estudio muestra, de un lado, que los distritos con actividad minera tienen un ingreso per cápita 35% mayor a los distritos similares sin actividad minera; tenemos también que los hogares sin electricidad en distritos mineros llegan al 42%, mientras que en aquellos sin minería este porcentaje llega hasta un 55.6%. Sin embargo, al mismo tiempo, los distritos con presencia minera no necesariamente cuentan con más infraestructura o servicios que los que no la tienen, o las actividades económicas agrícolas tradiciones no son desplazadas en los distritos mineros por otras que permitan diversificar y mejorar las opciones para la población. En suma, este trabajo muestra cómo la minería es buena para los mineros, para el Estado, para las autoridades regionales y locales (vía canon y otras transferencias), y para un segmento de la población, relativamente pequeño, con niveles de ingreso notoriamente mayores al promedio. Empero, en general, los más pobres perciben beneficios marginales. ¿Es esto responsabilidad de las empresas? No, es responsabilidad del Estado, que debería asegurarse de que sus mayores ingresos tributarios y gasto público lleguen primero a los más pobres. Sin embargo, al fallar el Estado, en la práctica, las empresas terminan siendo el principal blanco del descontento. Por ello es que, aunque no quieran o deberían, las empresas están 'condenadas' a tener agresivos programas de responsabilidad social o a la creación de fideicomisos que aseguren inversiones que logren una relación armoniosa con las comunidades en su entorno. En cuanto al Estado, este tiene la obligación de atender estos problemas con propuestas integrales de desarrollo para las comunidades rurales, lo que requiere fortalecer la presencia estatal, antes que repartir cheques a la población, señala Martín Tanaka.