El perro del hortelano no solo aleja a la gran inversión, capaz de rescatar áreas depredadas o poner en valor recursos importantes, sino que excluye a los pequeños productores, a los pobres, a los informales. Uno de los casos fue mencionado por el propio García: rezagos ideológicos e intereses de grupo impiden aprobar una legislación laboral que permita incluir a la mayoría que hoy carece de todo derecho laboral. Es un tema dominado por la confusión demagógica: en nombre del supuesto interés popular, se defiende un régimen esencialmente excluyente. Lo mismo se podía decir, hasta hace poco, de la educación: un sindicato mantenía secuestrado el sector, teniendo a raya a los padres de familia y oponiéndose a mecanismos que permitieran mejorar la calidad del servicio. Ahora hace falta apoyar de verdad a los maestros en la nueva carrera magisterial.Pero es el Estado el perro del hortelano cuando pone trabas infinitas a la formalización de las pequeñas empresas, impidiéndoles la acumulación a las mayorías. O cuando las regulaciones tributarias impiden a las empresas comprarles a los pequeños, como ha señalado José Chlimper. Y vuelven a serlo los mitos del pasado cuando no permiten la titulación individual al interior de las comunidades campesinas. En la práctica, las comunidades son asociaciones de pequeños propietarios donde las parcelas se heredan de padres a hijos. La titulación no haría sino formalizar una realidad, algo indispensable para incorporar la agricultura andina a la modernidad, pero viejos atavismos prefieren congelar un apartheid legal que no hace sino perpetuar la pobreza.En la agricultura costeña sí se avanzó en el sentido de que se tituló a un millón 600 mil pequeños agricultores en la última década. Eso permitió que una cierta proporción se haya enganchado a cadenas agroexportadoras como las de la páprika, alcachofa, marigold, cebolla amarilla dulce, mango y banano orgánico y, en menor medida, en espárragos. Sufren, sin embargo, los que venden al mercado interno, por varias razones, pero principalmente porque son alérgicos a asociarse en cooperativas o sociedades anónimas debido a la mala experiencia que tuvieron con las cooperativas de producción, que incentivaron el robo y la desconfianza mutua. Aquí la tara ideológica es literal: un capital social envenenado por la reforma agraria, cuando la asociación es indispensable para conquistar escala.Pero se está dando ya un proceso de pequeña concentración de las tierras parcelarias, vía alquiler de unos parceleros a otros. Y lo interesante es que parte de la nueva clase de 200 mil trabajadores formales de los fundos agroexportadores empieza a trasvasar los conocimientos técnicos aprendidos allí a sus propias chacras o de sus familiares. Podríamos estar en el umbral de una pequeña agricultura capitalista, pero que debe aun superar la tara antiasociativa que, por ejemplo, no afecta a un 20% de los pequeños cafetaleros de la selva que logró asociarse en cooperativas de servicios para la exportación, gracias a que por allí no pasó la reforma agraria. La inversión integra, no desintegra. Pero es necesario ahuyentar los fantasmas ideológicos que la impiden. Mitos del pasado impiden titular al interior de las comunidades campesinas y aprobar una legislación laboral que permita incluir a la mayoría,señala Jaime de Althaus.