Desde las épocas escolares el reino mineral se nos presentaba como un espacio frío, pasmado, sin vida. Los brillantes y el oro, habitantes de ese ámbito impertérrito, se asociaban más al mundo de las princesas y reyes. Sin embargo, alejada de los símbolos y la ciencia, otra historia corría en paralelo: la del Perú prehispánico. La técnica y pericia con la que manejaban nuestros antiguos peruanos metales variados y preciosos es reconocida y alabada por tirios y troyanos con toda justeza; el collar en forma de araña encontrado en la tumba del Señor de Sipán --vaya si gustaba de las joyas-- es de una belleza asombrosa. Conocimos ese período de nuestra historia sin identificarnos con él. Supimos también que aquel majestuoso imperio incaico se desmoronó por la conquista española, que fue guiada por un sentimiento: la codicia por el oro. Sangriento y aún no del todo estudiado, el sometimiento al reino de España implicó una explotación minera inhumana, pero extremadamente rentable y sustentadora de esa economía. Con la República la minería prosiguió sin mejorar las condiciones extractivas y laborales, evidenciando una realidad: el Perú es un país minero, pero de pésimas prácticas de explotación. Solo hace muy poco que esta actividad busca un norte más sano, no contaminante.