Es una buena noticia que el desalojo del Mercado Municipal de Santa Anita haya terminado sin violencia ni víctimas. La acción diligente de la Policía Nacional, la estrategia bien diseñada y aplicada del Ministerio del Interior, así como el acatamiento resignado de los comerciantes invasores a la orden judicial facilitaron la recuperación del centro de abastos, después de cinco años de usurpación abusiva.Lo sucedido, sin embargo, deberá servirnos de ejemplo para iniciar una era diferente, frente a esa nefasta cultura de la invasión que ha prevalecido década tras década, promovida por traficantes de tierras y amparada por políticos demagogos y jueces venales. ¿Qué es la cultura de la invasión? La salida informal, facilista e ilegal a los problemas de vivienda que genera la desbordante migración del campo a las ciudades. Lo peor es el descomunal problema social que engendra y que suele ser aprovechado por la politiquería de turno para ganar y pagar votos en sectores desprotegidos. Si no, véase el caso de Herminio Porras, ex congresista fujimorista y líder de una invasión que --no debe olvidarse-- contó con la anuencia y complicidad de varios parlamentarios. Por eso la recuperación del mercado de Santa Anita no puede caer en saco roto. En principio, debe servir de precedente para desarticular las mafias que se esconden tras la invasión de terrenos. Hoy habría que preguntarse cuántos cabecillas se hallan tras las rejas, luego de usufructuar o engañar a incautos con la venta de propiedades públicas o privadas.En segundo lugar, Santa Anita pone en evidencia el papel promotor que deben cumplir las municipalidades frente a los álgidos problemas de vivienda que afrontan sus comunidades, antes de que se conviertan en bombas de tiempo. De esta manera, también se evitará que Lima siga creciendo de manera desordenada, como una gran mancha sin forma ni diseño urbanístico, en un caos que espera soluciones de gran imaginación y decisión.En tercer lugar, sopesar que erradicar la cultura de la invasión pasa por restaurar el orden, el principio de autoridad y el imperio de la ley, como una obligación ineludible de la que no pueden eximirse ni jueces ni fiscales ni los gobiernos central, regional y el local, ni la Policía Nacional, ni nosotros como ciudadanos.