Nuestra reputación de país informal ha traspasado fronteras. Lo peor es que, según una investigación de la Universidad de Linz (Austria), somos la sexta economía más informal del mundo, triste reconocimiento que revela nuestro atraso, nivel de desigualdad social y subdesarrollo.La situación es dramática y traumática. La informalidad ha aumentado en los últimos veinte años: 45% del PBI en la década del 80 a 60,9%, según este estudio. Debajo de nuestra honrosa designación solo se ubica Bolivia (el más informal de todos), Georgia, Panamá, Zimbabue y Azerbaiyán. En tanto, el promedio para América Latina es 43,4%, siendo Chile el país más apegado a las leyes (solo 20,9% del PBI depende de los trabajadores y empresas ilegales).¿Pero qué significa ser informal? Baja productividad de los trabajadores (mal pagados y sin protección alguna social), competencia desleal con las empresas formales (agravada en parte por las trabas para pasar a la legalidad) y una creciente corrupción en todos los niveles (desde el más alto hasta el más bajo, representado por la coima en los servicios públicos) y el lastre que conspira contra la institucionalización que requiere el país.Pero informalidad también es marginación, de la mayor parte de nuestra población y del Estado Peruano; y una carga tributaria que solo la soporta un pequeño número de contribuyentes, mientras el resto no solo no paga, sino que se resiste a cualquier medida administrativa que permita ampliar la base tributaria o formalizar nuestra economía. Allí está el caso de los pequeños ganaderos peruanos que, pese a que el Gobierno se ha allanado nuevamente frente a sus demandas y suspendido el pago adelantado del IGV, siguen en huelga nacional indefinida.Esta tendencia nos está llevando peligrosamente a una inmanejable distorsión de nuestra economía. Ello pese a que, para colmo de las ironías, el Perú es pionero en los estudios de informalidad social, como el desarrollado por Hernando de Soto, a quien ningún gobierno ha querido escuchar hasta hoy en el país.