El secuestro y posterior asesinato ocurrido en Pataz es una tragedia que requiere la atención de todos los peruanos. No solo evidencia la fragilidad de la vida hoy asediada por el crimen organizado, sino también la responsabilidad del Estado en la desprotección ciudadana.El 30 de abril, hace tan solo 6 días, el primer ministro, Gustavo Adrianzén, brindó unas declaraciones en las que desestimaba la información que ya existía sobre el secuestro. Hizo referencia a la información no solo de la empresa, sino la del propio Gobierno.En circunstancias normales, una autoridad política que minimiza la gravedad de una crisis de tal magnitud debería enfrentar consecuencias inmediatas. En un gobierno mínimamente decente, su renuncia o censura sería inevitable, pero en este caso, como ocurrió con las muertes en las protestas en Puno, Ayacucho y Lima, la indiferencia sigue prevaleciendo.La situación se complica aún más al considerar el contexto en el que se desarrollaron estos hechos. Que esta masacre haya ocurrido en un estado de emergencia declarado por el Gobierno de Dina Boluarte, y avalado por el presidente del Gobierno regional, César Acuña, es un testimonio del fracaso total del rol gubernamental de preservar la paz social.