La violenta protesta de Abancay, que ha causado decenas de heridos, mayormente policías, debe ser rechazada con energía y autoridad.El Poder Ejecutivo ya ha decretado el estado de emergencia y ha anunciado que actuará duramente para restaurar el orden, lo que es necesario y oportuno.Como ha sucedido otras veces, los revoltosos primero agreden y dañan la propiedad pública y privada y luego exigen la presencia de autoridades del Gobierno Central, para zanjar el 'problema', real o forzado, pero poniendo contra la pared al poder político.Este esquema de actuación es muy preocupante. No solo porque se está repitiendo peligrosamente en varias zonas, sino también por dos razones más: porque pretende diluir responsabilidades de agitadores generalmente vinculados a grupos radicales y desestabilizadores; y, luego, porque los gobiernos regionales continúan en una situación de veedores o causantes del problema y no de autoridad legítima encargada de aplicar la ley, cuidar el orden en su jurisdicción y resolver los conflictos propios. ¿Para qué entonces se les sigue transfiriendo más prerrogativas y recursos si ellos mismos persisten en una actitud paternalista y centralista? En el caso de Apurímac se indica como causa la decisión de la autoridad regional de transferir un millón de soles a la provincia de Andahuaylas, en perjuicio de Abancay, y se exige su destitución. Corresponde actuar aquí al consejo regional para analizar el caso pero, entre tanto, tiene que generarse una estrecha coordinación con la Policía Nacional y las autoridades fiscales y judiciales para investigar profundamente los desmanes y denunciar y castigar ejemplarmente a los agitadores. El derecho a la protesta tiene amparo constitucional, mas no así los desbordes violentistas que hieren o matan inocentes, paralizan la economía y las inversiones, y solo causan más retraso a zonas postergadas que merecen la atención prioritaria de sus autoridades locales y regionales.