El jueves, el cuerpo del cabecilla terrorista Abimael Guzmán cumplió cinco días en la morgue del Callao sin que las autoridades contaran con un marco normativo adecuado para proceder con sus restos. El vacío legal, por supuesto, trasciende a esta administración y alcanza a los últimos gobiernos y Congresos que desfilaron en las últimas décadas sin pensar en tan mundana posibilidad (la de que un hombre que había pasado los 80 años pudiera morir en cualquier momento). Sea como fuese, las omisiones ajenas no embellecen las propias, y el hecho de que el mayor asesino que ha conocido el Perú muriese hace una semana demandaba de nuestros representantes actuales una responsabilidad y un sentido de urgencia particulares.Como es evidente, y habida cuenta del penoso antecedente del 2016, cuando se conoció sobre la existencia de un mausoleo para senderistas en Comas que era sede de eventos apologéticos, lo ideal es que el destino de Guzmán sea el mismo que el de otros abyectos asesinos de la historia mundial: que su cuerpo sea incinerado y la ubicación de sus restos, reservada, para evitar que su tumba se convierta en un lugar de culto. Lamentablemente, algunos de nuestros dirigentes siempre encuentran nuevos subsuelos para avergonzarnos.(Edición sábado).