Cuando falta menos del 4% de actas por contabilizar, el voto de los peruanos aquí y en el extranjero sigue mostrándose casi perfectamente dividido en dos. Alguno de los candidatos que han disputado esta segunda vuelta ha de ganar, pero es claro que su victoria no será ni por un punto porcentual de diferencia. No será la primera vez que esto ocurra (la distancia entre Pedro Pablo Kuczynski y Keiko Fujimori en la segunda ronda del 2016 fue de 0,24%), pero esta vez el marcado contraste entre el signo político de uno y otro competidor habla de dos vastos contingentes de ciudadanos con ideas muy distintas sobre lo que se requeriría hacer en el país a partir del 28 de julio.La llamada luna de miel de la que suelen gozar los mandatarios recién electos -esto es, el período de gracia que la población le concede a todo nuevo jefe del Estado para que intente poner en práctica sus iniciativas- será, en consecuencia, muy breve o no existirá en absoluto. En lugar de disfrutar del dulce sabor del triunfo, pues, el ganador conocerá pronto los sinsabores que se derivan de haber logrado su objetivo de una manera particularmente ajustada. Para que su victoria no resulte pírrica, tendrá entonces que buscar legitimarse cuanto antes con la mitad del país que no votó por él y que estará respirándole en la nuca desde el primer día, dispuesta a no perdonarle ni el menor paso en falso.La pregunta, claro, es cómo podría conseguir el nuevo presidente tal legitimación. Para empezar, mientras esperamos saber con certeza quién ganará, sugerir la existencia de fraudes electorales, con pocas evidencias, es una irresponsabilidad que ambos candidatos deben evitar por el bien del país y del proceso en curso.