El diálogo entre el Gobierno de turno y las diversas bancadas que conforman el Congreso tiene siempre buena prensa. Da la idea de apertura, de vocación por escuchar a grandes y chicos, y de disposición a poner los intereses del país por encima de las banderías. Por eso, casi todos los sectores políticos se avienen a él una y otra vez.De hecho, convocarlo es prácticamente un rito cada vez que se inaugura un nuevo gobierno o un presidente del Consejo de Ministros se estrena en el cargo. Pero la historia enseña también que, invariablemente, tal rito se agota en la forma. Es decir, que, en la improbable eventualidad de que en tales reuniones se llegue a acuerdos concretos, estos difícilmente acaban materializándose. Al parecer, el estímulo general para sacar adelante iniciativas cuyo mérito finalmente recaerá en unos más que en otros es muy débil o casi inexistente.Ayer, precisamente, el Ejecutivo ha iniciado una ronda de conversaciones con los futuros equipos parlamentarios que, si bien presenta algunas particularidades que lo distinguen del acto ceremonial al que nos referíamos al principio, corre el riesgo de terminar con la habitual escasez de frutos por la razón señalada.