El Parlamento vive un largo proceso de divorcio de las mayorías ciudadanas. La sensación de que constituye una institución conformada por personas que esencialmente buscan procurarse beneficios y solo están atentas a las pugnas de poder entre ellas o con el Ejecutivo viene de tiempo atrás, pero es indudable que la actual representación nacional ha llevado el descrédito gestado por sus antecesoras a un extremo inaudito. La desaprobación en las encuestas y la grita que, con ánimo preocupantemente antidemocrático, reclama su disolución desde las calles dan periódica noticia de ello, pero, con raras excepciones, los legisladores de toda procedencia parecen haber resuelto protegerse de ese rechazo construyendo un muro a su alrededor.