En todos los países de la Región existe un consenso empresarial, político, académico –y hasta mediático– acerca de la necesidad de las empresas públicas para impulsar objetivos estratégicos. En Chile, Codelco es la empresa de cobre más grande del mundo; y la estatal ENAP las dos grandes refinerías. Igual con las estatales petroleras en Colombia, Brasil, Ecuador, Venezuela, Uruguay, Argentina y Bolivia. Incluso la reciente reforma de México prevé la entrada de privados a la producción, pero manteniendo PEMEX todos sus activos y escogerá los lotes que le interesan, quedando el resto para las licitaciones a privados. No sucede así acá, por diferentes motivos, siendo uno de los principales la desastrosa gestión de García en el 85-90, cuando Petroperú y Electroperú fueron obligadas a vender por debajo de sus costos de producción, lo que generó enormes pérdidas contables y fue el argumento clave para la privatización de los 90. Pero ante el fracaso de las privatizaciones (la producción de petróleo se redujo a la tercera parte) y el despilfarro –y hasta robo– de centenas de millones de dólares, la población protestó y llegó el arequipazo del 2002. El gobierno suspendió las privatizaciones y se fue por caminos menos conflictivos: concesiones de puertos, carreteras, Asociaciones Público Privadas. Hubo tregua, pero no consenso, sobre las empresas públicas. El tema de fondo es el Art. 60 de la Constitución de 1993 que dice que la actividad empresarial del Estado es subsidiaria: solo se realiza allí donde los privados no puedan o no quieran realizarla. Así, estrictamente hablando, Electroperú y Petroperú no deberían existir porque la generación de electricidad y la refinación son actividades donde participan los privados.