El fragor de la campaña presidencial no debe hacernos perder de vista que estamos ante elecciones generales, en las que también se elige un nuevo Parlamento. Ya lo hemos dicho reiteradamente: el país está en una situación peculiar, en que por primera vez en muchos años tiene una expectante estabilidad económica. De allí que, para asegurar la consolidación democrática y el crecimiento económico, es preciso elegir responsablemente un equipo de gobierno eficiente y con una solvente credibilidad. Este, a su vez, debe trabajar coordinadamente con un Congreso de calidad, que no pierda su capacidad de fiscalización y control. Ese es el gran reto. El desprestigio de la clase política --que la opinión pública sanciona acremente y que alimenta el emocional voto antisistema-- está relacionado principalmente con la conducta escandalosa e irresponsable de muchos parlamentarios. Ello ha llevado a un bajísimo y peligroso nivel de credibilidad a la institución, que a partir del 28 de julio los nuevos parlamentarios están obligados a remontar. Tenemos que renovar el Parlamento. Pero ello no significa simplemente cambiar caras o poner a gente igual o peor. Para ello, se ha avanzado en algunas cosas, como la obligación de publicar la Hoja de Vida de cada postulante, así como las fuentes de financiamiento de la campaña, en lo que la prensa y las autoridades electorales deben ser inflexibles para sancionar cualquier transgresión. También la valla del 4% debe servir para evitar el circo y toma y daca de bancadas casi unipersonales. Igualmente, ha habido progresos en los procesos de democracia interna de los partidos, pero no en los niveles esperados, por lo que tenemos que permanecer en guardia para evitar raptos caudillistas o abusivos. Pero la renovación profunda pasa también por otra serie de reformas que no fueron abordadas por este ni por los anteriores hemiciclos, para que la rendición de cuentas y la fiscalización ciudadana sean permanentes. No como ahora, que los votantes eligen cada cinco años y los elegidos se desentienden totalmente de ese mandato y peor aun, entienden inmunidad como impunidad. Entre las reformas vitales está precisamente esa: reevaluar la inmunidad parlamentaria, para evitar los abusos y escándalos de los últimos años. También tiene que debatirse seriamente la renovación por tercios y la instalación de distritos electorales que puedan canalizar, al mismo tiempo, tanto la voluntad como el control ciudadano. En tal contexto, un tema que merece una reflexión detenida es el de la reelección parlamentaria. En general, el recambio es positivo pero igualmente ponderamos la experiencia y el buen desempeño de varios actuales congresistas, a los que no puede meterse en el mismo saco de otros. Por ello, a la espera de una reforma que debe ver el próximo Congreso, los partidos están obligados a tamizar imparcialmente cada candidatura, con sus pros y sus contras. Hay, en suma, que recuperar el prestigio de la clase política, para lo cual el Parlamento tiene que reconciliarse con la ciudadanía y comprometerse a la renovación esperada, que va más allá de las promesas. Continuar con lo mismo sería suicida para la gobernabilidad democrática y la viabilidad económica.